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Cuando el Águila desaparece

17 agosto, 2011 Por Ignacio Deja un comentario

CUANDO EL ÁGUILA DESAPARECE

El señor anciano, el señor argentino, vivía en el piso alto de la casa que le alquilaba al doctor Gerard, en Boulogne-Sur-Mer.

Promediaba un agosto fuerte, de calores húmedos. Sólo refrescaba en la alta noche cuando la brisa del mar traía los olores salinos del puerto. La brisa entraba como una amiga y él la respiraba profundamente. Ya no dormía. Permanecía sentado contra las almohadas en la penumbra. Pensando. Recordando. Estaba a solas con su larga muerte. A veces se preguntaba desde cuando empezó a morir. ¿Desde el fin de aquella tarde en Guayaquil? ¿Desde 1829, cuando decidió no desembarcar e irse para siempre de esa patria que empezaba a preferir la anarquía a la grandeza? Ningún hombre sabe con certeza desde qué momento pertenece más bien a la muerte. O cuando está ya muerto, aunque siga por la vida.
Hacía mucho que no recibía visitantes. Esa ingratitud lo eximía de tener que fingir preocupación por las cosas reales. La fiesta, las angustias, la gloria, le parecía que no las había protagonizado él sino otro. Eran como de la vida de otro.

Tenía 72 años y estaba casi ciego y ya doblegado por los terribles dolores intestinales. Sabía que los dolores no venían de las cabalgatas terribles a cuatro mil metros de altura ni de las vigilias antes del ataque (cuando el jefe necesita eso que Napoleón llamaba “el coraje de las dos de la mañana”). La enfermedad venía del universo de chismes y calumnias, de la inesperada pequeñez de hombres de los que no se había dudado.

Se quedaba sentado todo el día, esperando los embates del dolor. Cuando ya no los aguantaba llenaba el vaso con agua y volcaba el láudano ya sin contar las gotas. Juntaba fuerzas hasta el momento en que llegaría Mercedes, la hija, y entonces se pararía y fingiría tener energías como para ordenar los libros del estante o pedir agua para las flores. Pero sospechaba que ya no la convencía, por eso ella hizo venir, con el permiso de Rosas, a su marido, Mariano Balcarce, desde Londres.

Lo invaden imágenes perdidas: el resplandor verde y caliente de las selvas de Yapeyú con el portal de piedra de la iglesia jesuítica devorado por las lianas de la irreductible América. Ese aldeón de tejas, Buenos Aires, y ve al niño que fue, escapándose en el solazo de la siesta de verano (las gallinas picoteando maíz en los bordes de la Catedral). Se ve en uniforme de teniente coronel, escucha un piano en casa de los Escalada. Las risas de Remedios, Mercedes, Mariquita, quebrándose como cristales en el silencio del atardecer.

Ellas, las mujeres, son las que más retornan. Siguen pareciéndole un misterio. Son las dadoras de gracia y de vida. Extraños seres: su madre, la melancólica Remedios, Rosa Campusano -de las noches triunfales de Lima-, María Gramajo y hasta aquellas gitanas de sus primeras experiencias en sus tiempos de cadete en Murcia.

El general
Hasta hace poco podía ir erguido, con su bastón y su chalina, por la calle de la iglesia a la plaza del municipio. Todavía podía comprarse algún cigarro bueno si había llegado desde Perú su demorado giro de su devaluada pensión. El librero, el almacenero, el notario, lo saludaban con respeto. El intendente alguna vez les había hecho saber que era un gran general, que había vencido a regimientos de España que no había podido derrotar el mismo Napoleón. Le decían le général.

Antes, cuando todavía podía hacerlo, él mismo iba a encargar carne de vaca que hacía cortar de una forma extraña. Una vez, el señor Brunet, dueño de la Bucherie Chevaline, contó que le général había señalado con el bastón la cabeza de caballo dorada, insignia del negocio, y le había dicho: “No se deben comer los caballos, señor Brunet”.

Sería porque en algunas noches sus entresueños se llenan de caballos. A veces son las mulas firmes y astutas, en el terrible frío y en los roquedales andinos, otras son los caballos cargando por el llano, con los ojos enrojecidos, la crin al viento, echando espuma. Le parece oler el noble sudor cuando su asistente retiraba la silla y el mandil y los acariciaba.

A veces tiene la suerte de ser visitado por lo que es para él la más noble de las músicas: el retumbar increcente de los cascos cuando su regimiento azul iba tomando carrera y ya se ordenaba desenvainar sables y bajar lanzas. Si fuera poeta, si no fuera tan reservado, trataría de escribir para retener eso que se siente. Trataría de decir que es algo grande, una exaltación suprema de la vida, como la culminación del amor. Centauros. Los caballos criollos y los granaderos con sus chaquetas que él quiso que fueran las más elegantes, pese a la poca plata que pudo mandarle el abnegado Pueyrredón.

Son amigos inolvidables. Los caballos del combate, los de las infinitas marchas por los despeñaderos, los del triunfo (cuando entró en Lima y encontró la sonrisa de Rosa) o los callados compañeros de la derrota que lo trajeron desde Guayaquil enfermo hasta su chacra en Mendoza. “Fue más o menos cuando murió Remedios. Y seguramente cuando yo empecé a morir.”

“¿Cómo puede haber gente que coma caballos?”

Bolívar
Si la muerte le duele es por la tristeza en la mirada de Mercedes. Sabe que no es posible, que llamarán al doctor Jackson. Si fuera por él mantendría escondida su muerte. Es cosa de mero pudor: dicen que el cóndor y el tigre se esconden para morir.

Por si viene Mercedes se esfuerza para sentarse ante el escritorio. Creé adivinar el rectángulo con el retrato de Bolívar, del que nunca se separó en sus viajes. Hace no mucho, cuando todavía podía hacerlo, escribió a un amigo: “Es el genio más asombroso que tuvo América”.

Yo estoy de este lado, pero él ya no. Hace veinte años que está muerto. Desde 1830, en que expiró miserablemente corroído por la tuberculosis contraída en las heladas alturas de los Andes. Sin embargo lo siente siempre vivo. Lo ve llegar con su fasto, su huracán de vida, sus impecables oficiales, rodeado de las mujeres más espléndidas. “César tuvo que haber sido así.” Lo escucha citando poetas ingleses o filósofos clásicos. Lo ve junto a Manuela Sanz, la maravillosa amazona, vestida con su casaca de húsar con alamares dorados y su cabellera negra cubriendo las charreteras del rango de oficial que ella misma se había dado.

Le contaron que Bolívar murió escupiendo sangre en santa Marta, traicionado y calumniado por los que habían crecido bajo sus alas. Y le dijeron que la espléndida Manuela fue desterrada y vive casi como mendiga, en Paita, vendiendo pasteles y tabaco a los marineros que salen de los burdeles del puerto.

Seguramente fue Alberdi, cuando vino a visitarlo, quien le contó que Bolívar dijo que había “arado en el mar”. ¿Sí? ¿Hemos arado en el mar? ¿Nunca serán naciones civilizadas? Después de la muerte de Bolívar se desbandaron como chicos malcriados…. ¿Será la Argentina para siempre una frustración, el eterno retorno del caos y de la incapacidad?

El fin
Escucha voces desde abajo. Parece que el doctor Gerard dice que es el 17 (él ya no le encuentra significado a los números del calendario).

Sabe que han llamado al doctor Jackson y hace un esfuerzo por llenar la caja de rapé, que le agrada al médico. Entonces siente el zarpazo que sabe final. El tigre que acecha desde las fiebres de Huaura esta vez lo venció. Se derrumba en el lecho.

Trató de calmar a Mercedes murmurando que “es la tempestad que lleva al puerto”. Se adormece. A veces surgen ráfagas de su filosofía íntima o atisbos del consuelo religioso. Pero nada agregan a su largo silencio ante la muerte. Nada puede rozar su misterio. Tiene la majestad de ese Aconcagua que está viendo ahora nítidamente recortado sobre el azul helado.

A las tres de la tarde siente la paz de entrar en ese calmo lugar donde intuye que no encontrará ni a su madre, ni a Remedios, ni a Sucre, ni al gran Bolívar.

“¿Hemos arado en el mar? No, general Bolívar. Tal vez sea poco lo que hemos hecho, algunas cabalgatas heroicas….tal vez pudimos hacer más. Pero ellos harán el resto y mucho más, estoy seguro. Le digo que América será. Argentina será.”


Abel Posse

Texto escrito por Abel Posse, aparecido en el diario La Nación el 17/08/1989 con motivo del 139 aniversario del fallecimiento de Don José de San Martin.

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